Microrrelatos
Nadie le había dicho que tuviera que darle un beso antes de despertarla. Si lo hubiese sabido, se hubiera reservado el paquete de seis condones para algo más tarde.
…
Con cuatro manos y dos dedos de los pies podría convertir a un burro en unicornio. ¡Lástima no tener piernas!
…
Juan cargaba en su baca un animal blanco y negro, de los que pastan en verdes prados, de esos que dan leche, pero nunca lana. Una vaca. Curiosa imagen la de Juan, cargando en su baca una vaca.
Cande Pons
La peor de las enfermedades
Han dejado de venir a casa ¿Cuánto hace que no les veo? ¿Un mes? Desde la última visita al médico, supongo, porque es así como funcionan. Me vuelve a doler el brazo, por cierto. Tengo que recordar decírselo a doña Marisa cuando vaya a verla. Quizás entonces vuelva a ver a mis hijos.
Me duele mucho, la verdad. No recuerdo haber hecho ningún movimiento brusco. Esto de los años va a acabar antes conmigo que cualquier catarro, antes uno no se preocupaba por estas cosas. Un movimiento brusco es un movimiento brusco a los quince, a los treinta, o los ochenta, ¿no? Pues no, a estas edades, uno tiene que tener cuidado con cualquier cosa brusca que le pueda suceder.
¡Maldita silla de ruedas!, pesa tantísimo. Quizá sea el brazo, que no ayuda hoy a moverla. Calma, o voy a conseguir que me dé un infarto. Y eso es justo lo que necesitan mis hijos ahora: ¡como si tuvieran tiempo de venir a visitarme!
¿Hace calor hoy o son cosas mías? Parezco mi mujer cuando comenzó con la menopausia. Se echa de menos a esa vieja cascarrabias. “Hoy hace muchísimo calor, Fernando”, “Pilar, he quitado la calefacción, el que va a morir de un resfriado soy yo, hija”. ¡Cómo se reía! Tuvo un sentido del humor exquisito desde siempre. Maldito brazo. Me preguntó dónde estará. Uno nunca sabe qué habrá más allá. Espero que nada. O no, espero que algo. No sé. Pilar siempre decía que mejor malo conocido que bueno por conocer.
Estoy cansado.
Voy a por agua, a ver si así el dolor del brazo y el cansancio se me aflojan un poco, que no puedo respirar bien. Doña Marisa va a tener que chequear todo este viejo cuerpo, yo no me encuentro hoy muy bien. Ya sé que digo eso cada día, pero hoy no me encuentro muy bien. Pilar se reiría. No sé si estoy viejo, cansino o me estoy volviendo una nenaza con los años.
Me rindo. No pienso ir a la cocina a por agua. Mejor me quedo aquí, enciendo la tele. Ya no ponen nada interesante, aunque la encenderé igual. ¡Qué molesto dolor! Que no se me olvide llamar por la mañana a doña Marisa.
Cande Pons
En el ascensor
-¿Tienes fuego?
El ascensor se había puesto en marcha. Ella rebuscaba en su bolso, mientras le miraba de reojo, deseando encontrar sus ojos; sin embargo, no hubo señal de interés por su parte.
-Lo siento, estaba segura de que tenía un mechero por aquí, pero no lo encuentro.
-No pasa nada.
Hubo un silencio durante un piso más.
-Ha hecho un frío atroz hoy, ¿no crees? –dijo ella, agarrándose el bolso, como quien se aferra a un clavo ardiendo, sabiendo que le salvará la vida.
-¿Frío? –ahora sí que la miró, sorprendido– Sí, ha hecho frío –casi refunfuñó.
Otro silencio incómodo.
-¿No vas a decir nada sobre lo que pasó anoche? –dijo él.
-¿Qué quieres que diga? ¿Qué puedo decir? No se me ocurre nada que pueda enmendarlo, pero tampoco serviría, porque siempre estás dispuesto a darle la vuelta y acabarías por echármelo en cara… otra vez.
-¿Eso es un reproche?
Otro silencio incómodo.
Esta vez más largo y más denso.
-¿Al final todo se reduce a eso?, ¿a los reproches?
-Sólo quiero que entiendas que no me parece justo –dijo ella, mirándose los zapatos-. Al final siempre acabas por decirme lo mal que lo hago todo y yo no tengo manera de justificarme.
-Déjalo estar, no debí preguntarte nada…
El ascensor se detuvo, bruscamente. Se miraron. Él abrió la puerta y le dejó pasar. Pero no la miró mientras pasaba a su lado.
Aspiró el olor de su pelo cuando ella ya giraba hacia la puerta de casa.
Él cerró la puerta del ascensor y siguió dos pisos más arriba.
Cande Pons
Las puntas de tus dedos
Esta canción siempre me recuerda a ti. A tus manos y a la tierna manera que tenías de tocarme.
Todavía quedan unas diez personas y estoy convencida de que pasaran los tres minutos cincuenta y tres segundos que dura la canción, desesperaré y acabaré por no llevarme el bote de leche.
La última vez que la escuche íbamos en el coche y me acariciabas la mano con la punta de los dedos. Ahora todo resulta mucho más triste. Sobre todo cuando miro a la sección de ultramarinos.
Ibas medio dormido y mirabas por la ventana, sorprendido de vez en cuando por algún animalillo campestre, como los solías llamar. Tenías una voz suave y aguda, y me preguntaba muchas veces qué pasaría cuando empezases a cambiar la voz. Esperaba de verdad que no se pareciese a la mía, tu madre siempre decía que era demasiado afeminada.
Esta parte de la canción te gustaba especialmente. Solías mirarme, con una gran sonrisa en los labios, y movías las manos y los pies tanto como te permitía el cinturón de tu silla.
Esa tarde volvíamos de casa de tu abuela. Estaba algo triste porque no te volvería a ver en otros quince días, que a la viejita siempre se le hacían eternos. Se pasaba las tardes preguntando por su nieto. No te superó. Nos dejó unas semanas después.
Esta maldita cola no avanza y parece que he vuelto a escoger a la cajera más inútil de todo el supermercado.
La canción sí que avanza y siento las puntas de tus dedos en mi cara. Le pido a Marta que conduzca un poco más despacio, porque nunca me ha gustado la bajada del puerto, y siempre me da la sensación de que vamos a salir disparados. Se lo digo con los ojos cerrados; quizás, si los hubiera abierto, estarías aquí, conmigo, intentando convencerme de que te comprase una chocolatina o graznando el estribillo con tu voz de adolescente reciente.
Ocho personas ahora y quedan dos minutos veinte de canción. ¿Y si dejo el bote de leche sobre la estantería? Tampoco me hace tanta falta. Marta me hubiera cogido de la mano y me hubiera besado en la mejilla, sonriendo. “Espera un poco”, hubiera dicho, “en seguida estaremos en casa”
Marta tampoco lo superó. La echo tantísimo de menos. Nunca se perdonó, y verme le recordaba continuamente su culpa.
Seis personas, última estrofa, estribillo y fin. Se hace cada vez más pesado. ¡Date prisa, imbécil!
Justo en el tercer minuto, con tres segundos, y a cincuenta del final, saliste despedido por el cristal y noté la punta de tus dedos aferrándose a los míos durante medio segundo… Luego te perdí de vista.
La punta de tus dedos es el último recuerdo real que tengo de ti. La punta de tus dedos y tu cara de sorpresa.
Creo que no voy a necesitar este bote de leche.
Cande Pons
La punta roma
Cada vez que escribes presionas demasiado.
No tienes control sobre mí y acabas por hacerme daño. Alguna vez me gustaría que empleases otras maneras, otras formas. No es la primera vez que te lo dicen, lo sé, porque tienes pinta de ser una de esas personas que necesitan reafirmarse en lo que hacen y pocas veces recuerdan las correcciones que otros hayan podido hacer. Yo no iba a ser menos.
No es que no me interese lo que escribes. No, no es eso tampoco. Si sólo fueras capaz de callarte un segundo, podría terminar de explicarte.
Ésta es una oportunidad única, casi diría que salvaje, y la estás desperdiciando en lloros y quejas; no puedes imaginarte la cantidad de veces que he soñado poder llegar a comunicarme así contigo, la cantidad de veces que me he visto disfrutando de tu magia al escribir sin sentir toda esta presión en el cuerpo y en la cabeza.
Siento tus manos por mi cuerpo como una caricia cuando no escribes, consigo interesarme por tus últimas palabras escritas y me conmueves casi siempre. Las puntas de tus dedos se vuelven dulces y conciliadoras, y me transportas a mundos maravillosos donde conviertes cualquier detalle en una historia.
No sé cómo lo consigues, pero cuando me das la vuelta, me enamoro de ti como un quinceañero. Acabo por escribir poemas a escondidas, con miedo a que descubras mi secreto.
Todo esto sucede cuando no escribes, sólo cuando me sostienes entre tu dedo índice y tu dedo pulgar. Con la mirada perdida y el corazón en vilo.
Sin embargo, mi pesadilla comienza con tu sueño y te evades y te marchas y desapareces en esos mundos maravillosos, mientras me torturas.
Por favor, escúchame… No, no quiero que me cambies… No, no sigas por ahí, no es eso lo que quería decir. Ya sé que tienes a otros que funcionan mejor y se quejan menos.
Cualquier cosa que puedas añadir ahora me parece fuera de lugar. Por supuesto que él también tiene problemas con eso: le estás pidiendo que te permita tatuar su epidermis sin ningún tipo de cuidado.
Te enfadas. Ahora te enfadas. Eso es absolutamente innecesario.
Hazlo, no me importa. De verdad. Si es lo que quieres, por mi parte he hecho lo que debía.
Cambia de bolígrafo si es lo que quieres.
Cande Pons
Burbujas
Encendió la luz del pasillo y vio las sombras retirarse hacia la oscuridad. Dos segundos después, miraba directamente la bombilla que colgaba del techo, y cerró los ojos, con su recuerdo en la retina.
Buscó a tientas el interruptor de la luz, cerró la puerta tras de sí, y apoyó la espalda contra ella, aún con los ojos cerrados, buscando la burbuja que guardaba su pedacito de alma.
La encontró donde siempre. Escondida. Puede que algo más pequeña, pero igual de fuerte e igual de valiente. La saludó desde dentro hacia afuera, dándole un poco de todo lo bueno que le quedaba en aquella casa, empezando por la luz del pasillo, de la cocina, del salón, del dormitorio… de la luna, en la terraza, que luchaba por abrirse paso entre las nubes de tormenta.
En aquella terraza, que en invierno era fría e incómoda, y en verano una bendición maldita por la falta de intimidad, allí, se encendió un cigarro y saludó a las estrellas, que vencían la batalla comenzada por la luna, y a los árboles, cargados de agua.
Brindó como siempre su saludo a la noche, y aunque los recuerdos la martirizaban, permitió que le recordaran lo fuerte que era, porque al fin y al cabo, son como volutas de humo: en cuanto las ves, desaparecen.
Su burbuja no había sido un accidente, ni el fruto de una aventura fantástica; tampoco del devenir de los acontecimientos, que provocan el resultado impredecible e irremediable de un destino, predeterminado por las fuerzas creadoras de llamas en burbujas. En absoluto. Esa llama, esa burbuja, su fuerza, su energía, ese cambio, esas ganas de combatir fueron la coincidencia de absurdas decisiones y ridículos pasos.
Aquella casa en la que había vivido durante cinco años se había quedado llena de él; de su magia –de la blanca y de la negra-; de su esencia; de su vida y de su no vida; de sus encuentros y de sus desencuentros; de su marcha y de su vuelta. Aquella casa, en la que dejaría de vivir pronto, se había hecho fuerte en sus debilidades y débil en las batallas, cansada ya de la guerra.
Una guerra que ella había alimentado y envenenado. Es difícil determinar la situación en cuándos, cómos, dóndes, cuántos, porque uno nunca sabe cómo ha llegado a según qué punto de su vida. De repente, te preguntas dónde estás, por qué, desde cuándo.
Y la peor de todas, hasta cuándo.
Cande Pons
Mensaje enviado
Había vendido su alma al Diablo.
Justo en el instante en que se había fijado en él (en Manuel, quiero decir, no en el Diablo), se había propuesto conquistarle y abrir su corazón. No se dio cuenta de la evidencia, hasta que ésta demostró lo equivocada que estaba.
Se conocieron en una discoteca en la primavera del 2005. Ella era, definitivamente, impresionable. Él creía estar a vuelta de todo.
Bailaron, bebieron y se tocaron el culo. Fue un acercamiento de lo más inocente, pero a ella se le encendieron las alarmas y todas las mariposas del Universo fueron a dar a su estómago, para reafirmar los tópicos más horteras. Él le dijo que era preciosa y ella se imaginó teniendo hijos con él, criándolos en un chalet en la sierra, que se habían podido permitir gracias a un trabajo muy bien remunerado que él consiguió en un golpe de suerte. Un grandioso golpe de suerte, no hubiese podido ser de otra manera. Él le dijo que ya se verían por ahí y ella convenció a sus amigas para acabar coincidiendo dondequiera que él estuviese.
Así estuvieron un mes, lo que según las reglas tácitas de la noche se tradujo en cuatro salidas de ridículas borracheras, erecciones estériles y amigos molestos. Aún así, persistía en la tarea de conquistarle. A pesar de los consejos, las advertencias, y las luces de neón que giraban sobre la cabeza de Manuel, que le pedían que salvara su vida. Llegados a este punto, ni quería escuchar ni quería leer las señales. Porque para ella la única verdad era que estaba en el camino de conseguir que aquel tipo se enamorara de ella. “Aquel gilipollas”, pensó.
Se convirtió en la callada sombra de Manuel, convencida de que ella tenía el papel dominante. En su cabeza, ella dirigía la orquesta. En el día a día, era como si un niño intentara hacer lo mismo con un palo. Eso lo supo luego. Demasiado tarde.
Follaba con Manuel en cualquier lugar, en cualquier momento, siempre que él quisiera, y ella le dejaba hacer, por si acaso perdiese el interés y no quisiera volver a verla. Alguna vez llegó a pensar que disfrutaban más si no se miraban a la cara.
Se entregaba con sincera pasión y estaba convencida de que cada paso que estaba dando era un paso más hacia la vida eterna a su lado. Manuel continuaba con sus escarceos y sus desplantes, pero éstos la alentaban aún más en la batalla.
Al cabo de otro mes, sólo sentía un terrible vacío y un continuo sabor a tabaco y alcohol en la garganta. Fue entonces cuando volvió a fumar.
Ahora evitaba verlo de marcha porque temía encontrárselo. El alcohol, o acaso las drogas, provocaban que la insultara y la humillara, largándole cualquier estupidez sobre fidelidad, condones y moralidad; en realidad, cualquier cosa que le recordara que era ella la que hacía que la relación –si la había- no funcionara y que, al final y al cabo, no le sorprendía, mujeres como ella conocía a millones. Y ella se sentía cada vez más pequeña y cada vez más en sus redes. Así que esperaba a la mañana siguiente, no a que se disculpara, porque no lo hacía; pero Manuel siempre tenía una excusa: “No me acuerdo de nada. Bueno, algo de verdad hay, pero me gustas, a pesar de todo”.
A pesar de todo. ¿A pesar de qué?
Las cosas continuaron de la misma manera un mes más. Sin embargo, se veían en casa de Manuel y nunca durante el fin de semana. Fornicaban, hablaban poco, comían algo y se marchaba antes de que le pidiera que se fuera. Mil veces se repitió que era la última vez que iba.
A estas alturas de la historia ya sabía que había perdido, que Manuel nunca se enamoraría de ella y que sería ella, posiblemente, la que sufriría la ruptura, porque le faltaban cojones para decirle que se fuera a la mierda.
Una noche se quedó a dormir. Figuradamente. No pegó ojo, pensando en lo maravilloso que era estar a su lado. Compartiendo la cama para algo más que para joder. Por la mañana la situación fue tan desagradable, que prefirió no volver jamás a repetir la experiencia. Por otro lado, estaba agotada por la falta de sueño.
Un año después de que se conocieran aún seguían viéndose cada semana. Ella no veía a nadie más. Él tuvo alguna que otra historia que le pareció más que un capricho, pero siempre volvía a ella. Eso quizá era una victoria dentro de la vida miserable que había decidido vivir.
Esa mañana se había despertado con el sonido del móvil al recibir un mensaje de texto. Era Manuel. Quería verla esa tarde. Hacía diez días que no sabía nada de él y ella le había dicho a su mejor amiga la tarde anterior que era mejor así. Que ya podía seguir adelante.
“OK.A 19 DNDE SIEMPRE.BSO”
Mensaje enviado.
Cande Pons
La puerta
Aquella mansión, resquebrajada y sucia, había sido un trofeo de guerra del Príncipe, tras una dura y larga conquista.
Cada mañana había visto aquella puerta cerrada. La había visto por primera vez en una de sus visitas al ala menos frecuentada de la mansión. Pequeña y algo escondida entre un aparador y las escaleras que subían a la buhardilla, parecía dar paso a una estancia en desuso, ya que tenía el quicio lleno de telas de araña. Era oscura, no sabía de qué tipo, pero sin duda era madera. Nunca había oído ruido al otro lado; salvo, quizás, un leve ronroneo; aunque no estaba seguro de si provenía del interior o de cualquier otro lugar de aquella vieja mansión.
Había buscado la llave entre los varios manojos que le habían dado cuando se instaló allí, pero ninguna abría aquella puerta. Durante un tiempo persistió en su tarea; incluso llegó a mirar a través de la cerradura, sin llegar a ver nada en ninguna de las ocasiones en las que se arrodilló ante ella.
Nuestro Príncipe mandó llamar a varios cerrajeros, pero ninguno consiguió su propósito: «Esta cerradura es única, Alteza», se disculpaban al no poder abrir la puerta.
Una tarde alguien se presentó en la mansión, solicitando ver al Príncipe en persona. Su más fiel criado le comunicó la presencia del encapuchado, pero el heredero se opuso. «No lo conozco. Que se marche», refunfuñaba.
Cada tarde, durante dos semanas, el misterioso extraño se presentaba ante la mansión.
Cada tarde el Príncipe lo rechazaba. «No lo conozco. Que se marche», repetía.
Durante esa quincena los ronroneos tras la puerta condenada se hicieron más frecuentes y cada vez más fuertes, convirtiéndose finalmente en estruendos que sorprendían al Príncipe a cualquier hora de la noche o el día.
La tarde de la decimosexta noche el encapuchado sólo dejó una llave y una carta en la que se leía: «Descubra, Alteza, aquello de lo que he querido prevenirle».
En cuanto la tuvo en sus manos supo qué puerta abría aquella llave. En cuanto la tuvo en sus manos supo que necesitaba hablar con aquel extraño visitante. Corrió hacia la puerta principal, pero ya se había marchado. La llama del candil luchaba contra la oscuridad de la noche, pero fue incapaz de ver más allá de los primeros escalones.
Subió escaleras arriba, hasta la misteriosa puerta. Dentro, una campanita y por debajo se vislumbraba algo de luz. La madera se hinchaba como si respirara; el Príncipe puso su mano sobre ella y pudo sentir incluso el latido de un corazón. Nada de esto disminuyó sus ansias de conocer qué se ocultaba en el interior de aquella estancia.
Cuando introdujo la llave en la cerradura, una explosión de luz le cegó, y dio dos pasos vacilantes hacia atrás; sin embargo, una mano huesuda y fría aferró la suya. La puerta se cerró tras de sí.
Nadie volvió a saber del Príncipe. Tampoco de aquel señor que tantas veces había solicitado audiencia.
Cande Pons
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