Factoría de Ficciones

Taller de cuentos

Burro

El reloj de la cocina señala las cinco menos cuarto, Pablo debe de estar  a punto de llegar. Todavía da tiempo a un cigarro y a un cafecito. No debería, ni lo uno ni lo otro, pero, qué leches, aún es joven para ser una abuela, al igual que lo fue, en su momento, para ser madre.

Es curioso, pero durante años Maite no había vuelto a pensar en Amparito, y sin embargo, desde hace unos días, piensa en ella de manera recurrente. Recuerda con extrema viveza una tarde en concreto. Estaba jugando junto a Rebeca, Guille, Simón, y Sandra, la “Cuatro ojos” en el enorme descampado que había entre su bloque de viviendas y la Cárcel de Carabanchel, una amplia explanada sembrada de arbustos bajos y malas hierbas, recorrida por irregulares senderitos de arena y piedra a cuya vera crecían amapolas silvestres. A lo lejos se divisaba la pequeña ermita que velaba el cementerio, junto a la cual los gitanos anclaban sus puestos de venta de flores. Pese a lo que pueda pensarse, no era un lugar sombrío, al menos para ellos, sino, muy al contrario, un vergel luminoso que en los días de sol rezumaba vida en cada brizna de hierba movida por la brisa, en cada abejorro danzando al son de su desidia, en cada neumático reseco dado por muerto años ha. Llevaban un rato jugando al dola cuando vieron aparecer por detrás de un promontorio a Amparito, sola. Eso era muy raro, porque Amparito jamás salía de casa si no era en compañía de su madre o de su abuela. En esa época no se utilizaba, por lo menos en el entorno de ellos, el término “Síndrome de Down”. Amparito simplemente era tonta, retrasada, o subnormal, dependiendo del interlocutor al que uno se dirigiese. Parecía confusa y desconcertada. Iba vestida como una muñeca pepona, con un vestido rosa estampado de flores verde arlequín que le llegaba a la altura de las rodillas y que ya en esa época parecía añejo y cursi, y sobre el cual su redondeada cabeza parecía haber sido implantada como un corcho a una botella. Calzaba unos zapatos negros de charol que a duras penas parecían poder comprimir sus pies, y unos largos calcetines blancos que debieran haber permanecido firmes pero que yacían desmayados cómicamente sobre sus zapatos, dejando adivinar un océano de arañazos y viejos moretones sobre la palidez de sus piernas. Tras una rápida consulta entre ellos, empezaron a llamarla, todos al mismo tiempo. La novedosa presencia allí de Amparito sin la compañía de su madre les hacía  augurar, de un modo vago que tan sólo intuían en parte, un tipo de diversión diferente para esa tarde. Amparito les miraba sin saber qué hacer, hasta que, ante su insistencia, se acercó a trompicones al grupo. La saludaron con fingida alegría y afecto, mientras Amparito, confusa, trataba de sonreír, aunque un leve atisbo de desconfianza opacaba sus ojillos rasgados. Le dijeron que estaban jugando a la dola y la invitaron a participar. Ella dijo que no sabía, y ellos dijeron que no importaba, que era muy fácil. Le explicaron las reglas, que eran, efectivamente, muy sencillas. Uno, el más rápido y avispado, decía:

 -¡China tengo!

El resto se numeraba en función de su rapidez y se establecía un orden. El primero, el que tenía la china, se la escondía en una de sus manos y luego le mostraba al segundo los dos puños cerrados. Este tenía, entonces, que elegir entre uno y otro. Si señalaba la mano vacía sería el primero en participar en el juego y si, por el contrario, indicaba la mano que contenía la china, el primero sería el otro. Entonces, por orden, todos iban teniendo su oportunidad de escoger.  El que acertaba la mano vacía se libraba del juego, y al que le tocaba la china seguía participando. El primero en librarse de la china elegía la modalidad del castigo que se infligía al perdedor, que era quien se quedase finalmente sólo con la china. Dicho castigo podía aplicarse de muchas formas distintas, pero las más usuales eran quedársela al escondite, ir a robar una barra de pan o unas magdalenas a la panadería, o ser saltado por encima en hilera –el popular burro -.

Maite recuerda, mientras remueve el café con la cucharilla y se enciende el cigarro, que ella fue la primera en llevar la china y que eligió el burro. Todos, anticipando sin necesidad de hablar el desenlace del juego, celebraron la ocurrencia, menos Amparito, que no entendía nada. La voluminosa anatomía de Amparito hacía de ella un sugestivo obstáculo que saltar. Así, comenzaron a jugar, y uno y otro fueron pasando por el trámite, con Amparito en último lugar. Unos elegían la china y otros se iban librando, mientras Amparito, en apariencia de manera casual, siempre elegía la mano errónea. Finalmente, tras una improvisada coreografía de guiños, risitas, sobreentendidos y gestos poco disimulados, Amparito se quedó sola con la china. Entonces Simón le explicó que había perdido y que ahora debía agacharse hacia adelante, apoyando las manos en las rodillas, para que todos saltasen, uno a uno, por encima de ella. Amparito sonreía nerviosa y azorada, y decía:

-No sé.

Simón y Guille le hicieron una demostración práctica, pero ella seguía sin decidirse, mientras trataba de no olvidar sonreír. Poco a poco, a base de engañifas y zalamerías, la fueron convenciendo. Entonces Rebeca la colocó en el lugar apropiado y se dispusieron en fila detrás de ella para saltar. Guille iba el primero. Saltó con energía, pero Amparito, atenazada por los nervios, elevó un poco el tronco cuando sintió el contacto de Guille, y recibió un pequeño empellón en la cabeza con la entrepierna de este. Eso, probablemente, la puso aun más nerviosa, y cuando Maite, que iba en segundo lugar, trató de saltarla nuevamente, a Amparito le fallaron las piernas y cayeron las dos al suelo aparatosamente. Maite se incorporó con presteza sumando sus risas a las de sus compañeros, pero Amparito se quedó sentada en el suelo, mirando sus despellejadas rodillas, pálida, a punto de llorar. Rebeca y Sandra la ayudaron rápidamente a incorporarse; en parte, sí, por sincera compasión, pero más por intentar que la fiesta no se aguase antes de tiempo. La convencieron de que no pasaba nada, de que esta vez saldría mejor, la chantajearon planteando maliciosamente si no se trataría de que no quería jugar con ellos, y ella, confundida y amedrentada, accedió a agacharse otra vez, dirigiendo hacia atrás tímidas miradas de soslayo, como un cervatillo asustado.  Esta vez le tocaba saltar a Simón. Tomó carrerilla, echó a correr hacia Amparito y saltó, y justo cuando sus manos se apoyaban en el rotundo trasero para tomar impulso, se escuchó alto y claro un sonido parecido al que haría al abrirse un grifo que llevase cerrado mucho tiempo, como una especie de trompeteo acuoso, que salía de debajo de las faldas de Amparito. Todos, incluido Simón, que había efectuado su salto con éxito, permanecieron mirándose unos a otros durante unos instantes, incrédulos, estupefactos por lo que acababa de ocurrir, hasta que la primera carcajada contagió a otra, y esta a otra, y terminaron todos tronchándose literalmente por la risa, contorsionados y hasta por los suelos en algún caso, durante lo que parecieron unos eternos minutos de puro y limpio alborozo, mientras un olor nauseabundo y culpable, cuyo epicentro era Amparito, se deslizaba entre ellos al capricho del viento. Amparito permanecía callada, inmóvil, mirando a lo lejos con expresión neutra. Poco a poco se fueron serenando, y entonces Rebeca se acercó a Amparito y le preguntó si le había pasado algo, mientras dirigía a los otros, que trataban de disimular sin mucho empeño la risa, miradas de impostado reproche.

-¿Qué te ha pasado, Amparito? –le preguntó cariñosamente-. ¿Estás bien?

Y Amparito, evitándola con la mirada, no contestaba.

-¿Qué te ha pasado? –insistió Rebeca -¿Te has hecho caca?

-Caca –dijo Amparito con un hilillo casi inaudible de voz.

-¿Qué dices? ¿Caca? ¿Sí? ¿Te has hecho caca?

Mecho caca –respondió Amparito en un tono más alto.

-Bueno, no te preocupes –prosiguió Rebeca, asumiendo un momentáneo y deliberado papel maternal-. No pasa nada. Lo que tienes que hacer es quitarte las bragas, que las tendrás sucias.

Maite recuerda que en ese momento sintió sincera lástima por Amparito, pero una especie de sentido de pertenencia tribal y, sobre todo, la inconsciente aversión que le producía la idea de que, siquiera remotamente, se la pudiera asociar o vincular emocionalmente con Amparito -como si tomar partido significase equipararse a ella, abandonar su equipo para enrolarse en el de Amparito, en el de los tontos, los sucios, los retrasados-, e impidió que sopesase con seriedad la idea de actuar de una manera distinta.  Algo en su interior le advertía que aquello no estaba bien, pero ¿qué era “aquello”? Además, ¿quién quería ponerse a pensar en ese momento? Así que, como los demás, insistió con estudiada delicadeza para que Amparito se quitase las bragas. Amparito, rodeada y desorientada, empezó a bajárselas, entre las veladas exclamaciones de repugnancia de la concurrencia. Permaneció unos momentos con las bragas y su gran mancha delatora entre los pies, tratando de entender lo que sucedía, mientras los demás la instaban a continuar. Se agachó para quitarse la prenda, pero su precario equilibrio y la escasa flexibilidad y coordinación de su orondo corpachón le impedían hacerlo de ese modo, por lo que se sentó en medio del camino, sobre su falda, y se las sacó. Entonces, sentada sobre la tierra, con las piernas abiertas, estiró el brazo con el que sostenía las bragas, como ofreciéndoselas a los otros.

-¡Aaaagh! ¡Qué asco!

-¡Suelta eso, cochina!

-¡Cuidado, no la toquéis! –exclamaron, entre otras cosas.

Entonces, Guille cogió del suelo la rama desgajada de un almendro y, apuntando con ella en dirección a Amparito, le dijo que colgase las bragas de su punta. Una vez dispuso del desagradable trofeo en el extremo de la rama, empezó a amenazar y a perseguir, entre risas, a los demás con él. Amparito, mientras, permanecía en la misma posición sedente, catatónica.

Entonces se escuchó, en la distancia, una voz desgarrada llamando a Amparito, que giró la cabeza en esa dirección. Maite y los demás se miraron entre sí con súbita preocupación. De repente, en cuestión de un instante, un ilusorio espejo de juego y despreocupación eternos se había hecho añicos, y tras sus restos se adivinaban la sombría amenaza de la reprimenda y el castigo, y la amarga conciencia de haber obrado mal. Guille arrojó detrás de un matojo la rama de la que colgaban las desventuradas bragas de Amparito, pero luego se lo pensó mejor, las recogió con sumo cuidado y se las ofreció de nuevo a su propietaria, quien, tras dudar unos instantes, las cogió sin ningún tipo de remilgo. La voz, femenina, seguía llamando a Amparito con insistencia, cada vez más cerca. Por un momento Maite, como seguramente los demás, pensó en echar a correr, pero intuía inconscientemente que, de algún modo, eso conferiría una dimensión de superior vileza a sus actos, así que permaneció allí con los otros, en silencio, mientras la voz aumentaba su proximidad. Amparito, entonces, reaccionó al fin y respondió con voz queda a la llamada de su madre:

-¡Mami! ¡Mami!

No quedaba otra opción, en esa tesitura, que tratar de borrar como se pudiera las huellas del crimen e intentar aparentar normalidad. La “Cuatro ojos” se subió al promontorio por el que había aparecido Amparito y, moviendo los brazos, llamó la atención de la madre. Esta apareció, al cabo de unos instantes, sin resuello, con los ojos fuera de las órbitas. Durante unos instantes cargados de tensión su mirada recorrió la escena de una punta a otra, tratando de comprender y de asimilar lo que había ocurrido allí. Vio a su hija en el suelo, sonriente, con la cara tiznada y las rodillas en carne viva, sentada sobre sus propias heces en medio del camino, sosteniendo con dedos manchados unas bragas sucias, y a un grupo de niños que la miraban entre sorprendidos y asustados, con la culpabilidad reflejada sus rostros. Maite jamás olvidaría la mirada de pena y desprecio infinitos que les dirigió entonces. Cogió de la mano a su hija y la ayudó cariñosamente a incorporarse.

-¿Estás bien, tesoro? Tenemos que irnos a casa, despídete –dijo, remarcando cuidadosamente las palabras sin dejar de mirarles fijamente- de tus amiguitos.

Entonces cogió las bragas, que estaban a los pies de Amparito, y las lanzó con todo el desdén del que fue capaz en medio del círculo imaginario que formaban Maite y sus amigos, con los ojos enrojecidos centelleando de furia sorda.  Tras esto, dio media vuelta y se fue alejando con su hija, agarradas de la mano.

Con qué amargura, con qué deje de asco pronunció esas últimas palabras. El recuerdo de aquellas palabras, y sobre todo de esa mirada como de diosa colérica se clavó en el pecho de Maite y permaneció ardiendo en él durante mucho, mucho tiempo. En adelante, cada vez que se cruzó con Amparito y su madre, sentía cómo una especie de calor blando y embarazoso le subía por la boca del estómago directamente hasta las sienes, y era incapaz de mirarlas directamente a los ojos. Un tiempo después, Maite y su familia se mudaron de casa, y nunca más volvió a saber ni a pensar de Amparito. Por lo menos hasta hace unos pocos días. Es curioso.

Se da cuenta de que el cigarrillo ya está casi consumido, y, casi al mismo tiempo que lo apaga, como si ambos hechos se hubiesen sincronizado adrede, ve aparecer a través de la ventana el microbús del Centro. El vehículo se detiene y Pablo baja acompañado de la cuidadora. Parece que viene contento, está cantando. Saca la botella de coñac de un estante superior de la cocina y, mientras les ve acercarse por el camino de entrada, se sirve un culín de licor en la misma taza que ha usado para el café. El día aún no ha terminado.

Kepa Hernando

17 May 2009 Posted by | Cuentos, General | , , | 2 comentarios

Disculpen la indiscreción, pero

Aquí. El abismo de la página en blanco. Despertarte tarde, otra vez, con la mente embotada por el hachís, sintiendo que otra mañana el mundo ha partido sin esperarte. Tener una llamada perdida en el móvil que no quieres contestar, y un mensaje que mejor no hubieras leído. Mirar alrededor y ver cómo todo lo que te define prosigue su inexorable proceso de descomposición. Y, encima, las jodidas hemorroides. Pero el día gris se adecua a tu estado de ánimo, y eso te reconforta.

Enfrente. Esta mañana no tienes ganas de cantar. Estaría bien que la ropa supiera tenderse sola, pero no. Hay que salir y asomarse al mundo. Esta tarde irás al médico y te darán los resultados. Será lo peor. Volverás y harás la cena, y no se lo dirás a nadie hasta dentro de un tiempo, cuando ya no puedas. Y aun así, cantarás unas cuantas veces más. No te preocupes, no se quedarán solos, seguirán sin ti, vivirán, estudiarán, procrearán, harán una vida.

Al lado. Bueno, no pasa nada porque faltes un día a clase. Nunca serás más joven de lo que lo eres hoy, pero eso es algo que ahora, frente a la pantalla, inmerso en esa vertiginosa ficción eléctrica, todavía no sabes. Ni debes saber. Crees que nunca volverás a amar como amas ahora, pero no es así, sólo estás aprendiendo a dar y quitar. O quizá sí es, y lo sucesivo no serán sino meras variaciones de una misma melodía. Te queda todo por delante, sí, pero tú también te sorprenderás un día pensando en lo que fuiste. Pero hoy disfruta, chico. Hoy, ganaste.

Arriba. Las cosas no van a mejorar. Tampoco aunque dejases de beber. Así pues, bebe, pero no les hagas más daño que ese. También podrías regresar, pero no lo harás, antes el hambre que la vergüenza. Ella te dejará, pero no servirá de nada, ni a ti ni a ella. A los niños sí. Nunca volverás a ver a los rostros que desde la pared te preguntan cuándo vienes a vernos.

Arriba, al lado. Estás cansada, pero se te pasará. Cuando ella se vaya descubrirás que sientes alivio y eso te mortificará, pero no por mucho tiempo. Llegará un día en que a alguien le tocará cuidar de ti, y entonces sabrás que lo mereciste. No, no va a ser fácil, y esa persona que te sacará de tu vida a bien lejos no va a aparecer nunca, pero si lo piensas bien, tampoco nunca estarás sola. Ella no sabe expresarlo, pero te quiere.

Arriba, enfrente. Hoy nadie. Hiciste bien.

Aun más arriba. No te preocupes, deja en paz el horóscopo. Aunque todavía amas a Carlos, el niño que esperas será bienvenido, y Santi será un buen padre. Conseguirás llegar a un estado que muchos definirían como felicidad. No siempre, claro, pero sí el tiempo suficiente.

Aun más arriba, enfrente. Sí, tienes un aspecto estupendo. Aun así, lamento decirte que la decisión ya está tomada, la entrevista de trabajo es una pérdida de tiempo, un paripé, un conocido del hijo del jefe ya está sacando brillo a esa mesa. Pero créeme, es una suerte, te hubieras podrido en esa oficina. Encontrarás un buen trabajo que no te hará rico, pero tampoco infeliz. Eso sí, olvídate, nunca serás famoso.

Más allá, afuera. Pasaste a un estado, más allá del dolor, del frío, la pena, en que puedes reír y que parezca que ríes de veras. Saldrás de esta vida y empezarás otra, y no permitirás que nadie vuelva a llamarte puta. Conseguirás traer a tu hijo, y, aunque sufrirás grandes penas por él, nunca sabrá, ni él ni nadie, y tú llevarás la cabeza orgullosa y la corona invisible de aquellas que consiguieron cambiar el mundo.

Más allá. Tú no. Tú seguirás gastando la calle, te irás arrugando, encurtiendo, vaciando y envileciendo, hasta que al final no te harás acreedora sino de lástima. Eso te permitirá sobrevivir más de lo que nadie hubiera apostado, hasta que un día todos te verán en las noticias, pero no por aquello que tú imaginabas cuando eras niña allá en Bucarest, en la cocina, ayudando a mamá, y mamá mirando a la ventana, lejos, cuándo llega papá. No, no será así. No quieras saber.

Al lado. A ti te gusta más usted. Pues bien, usted. Usted no sabe lo que usted es. No sabe que esa distancia no es respeto, sino desprecio. Aunque sí sabe, y por eso usted prefiere ser usted, qué dirían si le conocen bien a usted, usted no soportaría la franqueza. Usted no sabe que huele mal, que las chicas lo echan a suertes para ver con quién, porque a pesar de su oficio, usted es demasiado repugnante. Usted tiene muchos amigos, sí, es raro que nadie le llame si no hay dinero de por medio. Sus hijos le odian. Le culpan, con razón, de ser quienes son, los hijos de un hijo de puta.

Enfrente. Tu aspecto engaña a los demás. Pudiste ser un hombre diferente, pero cometiste un error y perdiste tu oportunidad. Incluso en la cárcel intentaste salir a flote, pero fuera… fuera el mundo no perdona. Siempre te perseguirá ese que pudiste llegar a ser, nunca dejará de hablarte al oído hasta que no aguantes más y parecerá que fue un accidente, que no viste venir esa guagua.

En la guagua. Tú: si tan sólo pudieras ir escuchando jazz, este curro sería otra cosa. Tú: déjalo, te ha pillado el toro, no vas a conseguir aprobar, pero tampoco es tan importante, lo que harás durante el resto de tu vida no tiene nada que ver con esto. Tú: no, no te ama, en el fondo lo sabes. Tú: déjate el pelo, está bien así. De todos modos él no se va a fijar. Tú: venga, dile algo, dile que ese libro que está leyendo te encantó, pero no lo harás, será otra, en otra ocasión, y será ella quien venga a ti. Tú: ella te critica del mismo modo que tú la críticas a ella. En el fondo sois tal para cual. Piensa en cuán aburrida será tu vida el día, no tan lejano, en que a ella le falle el corazón. Vosotras: a nadie interesa vuestra conversación, será divertido cuando el tipo del periódico os mande callar. Tú: cuando mandes callar a esas dos cotorras será tu gran momento del día. Antes de irte a la cama, habrás contado seis veces la misma anécdota.

En ese coche. Si supieras dónde va a acabar ese cacharro te dejarías de tanto tunning, colega. Te irás con fulgor y con estrépito, sí, con sirenas, policía, cristales rotos y goma quemada. No es tan mala opción, en realidad, dadas las circunstancias.

Al lado, en la calle. Te encanta ser cartero. No pides más que eso a la vida, tu chica, tu casa, tu perro. Sin embargo ella se cansará, tu perro se morirá, y tú acabaras grabando con tus posaderas el mismo taburete del mismo bar para tomar lo mismo a la misma hora. Pero no te preocupes, tampoco te darás cuenta. Como venga lo tomarás.

 Aquí, nuevamente. La página ya no está en blanco. Algo es algo. Sin embargo las hemorroides siguen ahí. Suena el teléfono móvil.

Pedro Hernando

4 May 2009 Posted by | Cuentos, General | , | 6 comentarios

El primogénito

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Finalmente, después de muchos años trabajando en secreto en la soledad de su laboratorio, el Doctor Esaú Rosales había conseguido crear el robot perfecto. Era consciente de que el ingenio que había creado no tenía parangón en el, hasta entonces, incipiente campo de la robótica. Sin embargo, ante la previsible conmoción que podría causar en el ámbito de la Ciencia en particular y, en general, en una sociedad extraordinariamente sensibilizada tras los desastres de la guerra en Europa, quería estar seguro de la fiabilidad de su creación antes de darla a conocer al mundo. Además, como científico, consideraba indispensable someter a su robot a un período de experimentación controlada. Es por ello que, para tal fin, y también, por qué no decirlo, a un rapto de vanidad, lo había ideado como una réplica exacta de sí mismo, y lo había instruido con paciencia y minuciosidad en las más diversas disciplinas del pensamiento, el arte y la ciencia, con la intención de hacerle pasar por un imaginario y largamente ausente hermano gemelo suyo.

Se decidió a presentarlo en sociedad coincidiendo con la celebración de una reunión diplomática en el Club Rotario de Barcelona, del cual era miembro. En previsión de que algo se escapase a su control o de que su artefacto, de alguna manera, llegase a constituir un peligro para los allí presentes, decidió llevar consigo un pequeño dispositivo que había fabricado a tal efecto, de manera que, accionando un pequeño interruptor, los circuitos cerebrales del robot se colapsarían provocando su inutilización permanente. Sin embargo, a pesar de sus temores iniciales, sus amigos quedaron fascinados desde el primer momento por el encanto y el saber estar del autómata, a quien el doctor presentó como su hermano Jacobo, poeta, viajero, comerciante y hombre, en definitiva, de rica y extravagante vida bohemia. El doctor Rosales pudo constatar, complacido, cómo nadie, ni siquiera los más avezados biólogos, psicólogos o ingenieros allí presentes, se apercibía del engaño. Animado por el éxito cosechado por Jacobo, y aprovechando los numerosos viajes que efectuaba  con fines académicos, lo llevó consigo a París, Londres, Nueva York, Roma, y tantos otros destinos idóneos para su enriquecimiento cultural y vital, en los cuales Jacobo hizo siempre gala de unas extraordinarias habilidades sociales, parejas, cuando menos, a las del mismo doctor. Todo parecía marchar a las mil maravillas. Los resultados del experimento superaban sus mejores expectativas, y cada vez se vislumbraba más cercano el día en que el doctor Rosales pudiera revelar al mundo su milagrosa creación.

Sin embargo, los acontecimientos comenzaron lentamente a tomar un cariz imprevisto. Por ejemplo, Jacobo se había integrado con tal éxito en la vida de su supuesto hermano Esaú, que en más de una ocasión llegó a ser invitado a algún acontecimiento del que el doctor fue, no obstante, relegado. Además, sus primeros escritos, que el doctor Rosales había presentado con timidez a diferentes editores de su confianza, comenzaban a cosechar un moderado éxito. El nombre de Jacobo Rosales empezaba a sonar con inusitada frecuencia en los corrillos de sociedad, y en especial en los de las jóvenes casamenteras. El doctor comenzó a sentir cierta envidia de su máquina. Ello era, por supuesto, ridículo, pues además de estar convencido de la inutilidad de dicho sentimiento, para su mentalidad científica carecía de toda lógica comparar sus aptitudes con las de una máquina, por mucha apariencia humana que esta tuviera. A veces se sorprendía a sí mismo acariciando la idea de apagar a Jacobo y dar el experimento por nunca realizado, pero de inmediato la desechaba por acientífica, consciente de estar dando pábulo a sus más despreciables pulsiones humanas. Incluso, trató de analizar con absoluto rigor científico la creciente simpatía que su prometida, Raquel, parecía sentir por Jacobo. Pero un día se le presentó la excusa perfecta para terminar con el experimento. Jacobo llegó más tarde de lo acostumbrado a casa, y además trayendo consigo un olor, un aroma a perfume femenino, que el doctor creyó reconocer como familiar. Ante los requerimientos del doctor por averiguar dónde había estado, Jacobo se negó a dar ningún tipo de explicación. Entonces el doctor bajó a su laboratorio, enfurecido, cogió el mando destinado a inutilizar el cerebro mecánico de Jacobo, y accionó el interruptor.

Cuando, días más tarde, sus conocidos comenzaron a extrañarse por la ausencia de su hermano, Jacobo les contó que el doctor había tenido que emprender un lejano viaje debido a sus estudios científicos, y que no sabía dar cuenta de la fecha estimada de su regreso.  

Pedro Hernando

20 abril 2009 Posted by | Cuentos, General | , , | 2 comentarios

Ajuste de cuentas

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Bueno, ahora ya sé lo que se siente cuando te disparan. Quema. Quema como su puta madre.

 Joder, Chino, siempre he sabido que no llegaría a viejo, que moriría en la calle como un perro, pero nunca pensé que fueras a ser tú quien me matase. 

Mierda, hace frío.

Llevo la camisa y los pantalones empapados de sangre. Se me pegan a la piel, y hace frío. Tengo que llegar a casa. Tengo que intentarlo, al menos.

Hay luna llena, y la calle está vacía y silenciosa. ¿Dónde está todo el mundo? Seguro que en este momento alguien me está viendo desde su ventana, pero nadie me ayudará. Aquí nadie ayuda a nadie. Somos como pirañas encerradas en una pecera. En cuanto alguien da la más mínima señal de debilidad, nos lo comemos. No hay piedad aquí.

Pero tú no, Chino, tú no. Nosotros nos teníamos el uno al otro, por eso éramos fuertes. Hermanos, ¿recuerdas? 

Joder, un taxi. ¡Espera, cabrón, no te vayas! Hijo de puta… No, nadie va a ayudarme. Si al menos consiguiese llegar a casa y coger la pipa tendría una pequeña oportunidad. Aguanta, joder, aguanta.

Recuerdo cuando nos conocimos en el centro de menores. Eras el hijo de puta más feo y más cabrón que había visto en mi vida. Llegaste como un  gallito, vacilando a todo el mundo, y  esa noche te cogimos entre todos y te llevamos al cobertizo para bajarte los humos. Pero qué va, a ti no había quien te hiciera agachar la cabeza. Suerte que los monitores nos separaron, porque, si no, eso hubiera acabado mal, muy mal. Al día siguiente le pusiste al Loco un tenedor en la garganta, y a partir de ahí nadie volvió a molestarte. Los tenías bien puestos, cabrón.

Luego, cuando cumplí los dieciocho y me botaron de ahí, te escapaste y te viniste conmigo a casa de mi vieja. Eso sí que fueron buenos tiempos. A veces las pasamos bien putas, pero mira que nos divertimos, sin tener que rendir cuentas a nadie, todo el día puestos hasta el culo, de fiesta, pasando costo y pirulas, haciendo el cabra con la moto, mangando lo que nos salía de los huevos, vacilando con las pibas. Igual es por eso, a lo mejor es por una simple gilipollez como esa. Joder, yo no tengo la culpa de que seas más feo que una mierda, Chino. Yo me comía una piba distinta cada fin de semana, y tú, en cambio, te quedabas ahí callado, con esa cara de subnormal, sin hacer nada. ¿Es por eso? ¿Te jodió que me tirase a la Sandra? La mitad del jodido barrio se tiró a la Sandra, menos tú. ¿La querías? ¿Estabas enamorado de ella? Pues que te den por culo, capullo, haber hecho algo. Si tuve que llevarte yo de putas para que supieras lo que era que una tía te comiese la polla. Aún me acuerdo. Todos ahí, jaleándote, cagándonos de la risa, y tú moviendo el culo como un puto hámster encima de esa colombiana.

Mierda, necesito descansar. Esto tiene muy mala pinta. ¡Joder, me cago en la puta…! ¿Por qué, Chino? ¿Qué cojones ha pasado para terminar así? Desde que te vi aparecer en el coche junto al Cachalote supe que venías a por mí.

Conozco tu cara de matar, como cuando te cargaste a ese negro en el puerto. Le pediste fuego y te mandó a la mierda. Menudo gilipollas. No lo vi venir, y él tampoco. Te acercaste por detrás y le clavaste el pincho con todas tus ganas, una vez, y otra, y otra, parecías el Demonio, tío. Se te fue mucho la pelota.  Tenías que haberte visto los ojos, fríos como los de un lobo. No moviste un puto músculo de la cara. Esa fue la primera vez que vi morir a alguien. Yo no paraba de temblar, y en cambio vas tú y le pides un cigarro al policía que te detuvo, con toda la tranquilidad del mundo. Le dijiste que era el último que te ibas a fumar en mucho tiempo. Eso fue lo que más miedo me dio, ¿sabes?, que sabías perfectamente lo que hacías. No fue un calentón, primero lo pensaste y después lo hiciste. Querías matar a alguien, querías saber qué se sentía. Sí, ahora te lo puedo decir, me dabas miedo, hijo de la gran puta, siempre me has dado miedo. Luego, cuando te metieron en el talego, fui a visitarte cada semana, cada puñetera semana sin falta. Me jugué el culo por ti, Chino, literalmente. Me lo llené hasta arriba de costo para poder pasártelo dentro y que tuvieras algo que mover. Suerte que el primo del Chepa trabaja ahí de celador. Tenía que haber dejado que te reventasen ahí dentro. Te llevé pasta, tabaco, ropa, revistas porno, cabrón…. ¡Joder, tío, si hasta mi vieja te llevaba comida! Me hubiera cambiado por ti, loco, tú lo sabes. Hubiera cumplido la mitad de la condena para sacarte antes de ese agujero. Y cuando saliste, aun más hijo de puta y más cabrón que antes, sólo yo estuve ahí. Sólo yo, el Beni. Tu colega, tu hermano.  Tú y yo, el Chino y el Beni, los perros del barrio. Los malos entre los malos.

Vamos, joder, aguanta. Tengo que llegar a casa, son sólo un par de calles más. Necesito la pipa. Me iré de este barrio, cabrón, pero tú te vendrás conmigo. Y si estás ahí esperándome me sacaré la polla y me mearé sobre tus zapatillas antes de morir. Como se te ocurra tocar a la Carla te arranco la cabeza, hijo de puta. Tú no harías eso, ¿verdad, Chino? No, no lo harás, sabes que espero un crío, y eso es sagrado. Voy a tener una familia, por favor, no me jodas eso. Respeta eso, hermano. No, además el Rubio no te lo permitiría. Esto es entre tú y yo, siempre ha sido entre tú y yo. En el fondo siempre supe que algún día, cuando el Rubio no estuviese, la cosa sería entre tú y yo. Pero podíamos haberlo intentado, joder, éramos socios. Si uno ganaba el otro también ganaba, y si uno pringaba el otro pringaba. El barrio era nuestro puto cuarto de estar, nuestro territorio. Al que nos tocaba los huevos nos lo comíamos. Como lo del Mikel. Eso me jodió, ¿sabes? El Mikel era un tío legal. Era un bocazas, pero era un tío legal. Jugábamos juntos al fútbol de pequeños, me parece que nuestras madres eran primas, o algo así. ¿Qué pasó? ¿Cómo empezó? Dijiste algo de él, él dijo nosequé de nosotros, y quedamos en el polígono, de madrugada. Dijimos que sin navajas, pero ellos llevaban y nosotros también. Sus colegas huyeron, los muy cagones, pero su novia se quedó allí. No debimos hacer lo que hicimos. Pero lo hicimos, y él lo vio todo. No me extraña que se quedase tonto después de eso. Podíamos habernos convertido en los amos del barrio, en los jefes. Podíamos haber cubierto la ciudad entera de farlopa, los dos juntos, joder. Siempre decíamos que, cuando estuviésemos arriba, en este puto barrio sería Navidad todos los días. Pero lo sé, lo sé. En nuestro mundo la gente sólo obedece a una persona, alguno de los dos tendría que estar por debajo del otro, y a ninguno nos gusta estar por debajo de nadie, sólo del Rubio. Pero yo hubiese ido a por ti de frente, Chino, con dos cojones. Tú contra mí, los míos contra los tuyos, a hostias, a navajazos, a tiro limpio. No así, como una puta rata, a traición.

Una farmacia, si tan sólo hubiera una farmacia abierta. Pero no, si me paro, estoy muerto. Necesito coger la pistola y avisar a Carla. Entonces iré a una farmacia y haré que me paren la hemorragia. Necesito pensar. Piensa, piensa, piensa, pero no te pares, sigue caminando…

El Rubio. El Rubio tiene que estar al corriente de esto. Tú no eres gilipollas, Chino, y si hubieses hecho esto sin su aprobación estarías tan muerto como yo, el Rubio te abriría en canal como a un cerdo. Soy su mejor camello, mejor que tú. El Rubio se fía de mí más que de ninguna otra persona, no tiene sentido que quiera deshacerse de mí. Entonces, ¿por qué? ¿Qué le has contado, hijo de puta? ¿Qué le has contado?

Se lo has contado, ¿verdad? Sí, ahora lo entiendo todo. Lo que Dios te dio de feo también te lo dio de listo. Fuiste tú, cabrón, fuiste tú el que se cargó a esos peruanos. Yo pensé que se te había ido la cabeza, pero te cubrí. Le dije al Rubio que nos sacaron los hierros y que tuvimos que cargárnoslos, y me quedé con la otra mitad de la coca porque estábamos juntos en eso, como en todo, porque hubiera ido hasta el mismísimo infierno contigo, hijo de puta, pero yo nunca hubiera robado al Rubio de no ser por ti. Pero tú no eres así. Tú no respetas nada, Chino. Apuesto a que lo tenías todo planeado desde el principio. Recuerdo una frase que mi viejo me dijo una vez y que se me quedó grabada en la cabeza. Me dijo: “si estás jugando una partida de póquer y después de la primera media hora todavía no sabes quién es el primo, lo más probable es que el primo seas tú”. Mi viejo era un puto alcohólico, pero a veces decía cosas que te hacían pensar. El decidió irse pronto de este mundo, como yo. Ojalá mi hijo consiga salir de aquí. Que estudie algo. Que viaje, que vea el mundo. Que no tenga que sentir vergüenza cuando esté caminando por caminos que no conozca. Que no tenga que hacerse notar para que no se note lo acojonado que está. Que no desee no tener hijos para que no se parezcan a él.

Estoy llegando, sólo falta un poco más. Tengo mucho frío, necesito entrar en calor. No quiero morir así, en la puta calle. ¿Es ese el coche del Cachalote? Mierda, no veo bien. 

¿Toda esta sangre es mía? Joder, estoy empapado. Tengo que llegar a casa, tengo que ver a Carla. Tengo que hablar con ella, decirle que se cuide, que no vuelva a meterse mierdas cuando nazca el bebé, y que se pire de aquí. A donde sea. Que se vaya a la capital, que busque curro, que mendigue, lo que sea, pero tiene que salir de aquí. ¿Hay luz en el piso? Estoy muy cansado. No debo quedarme dormido en el ascensor, tengo que llegar a casa.

El portal está abierto. Las escaleras, no te caigas ahora. Mierda. Vamos, que no se diga. Eso es. No te pares, no te duermas. No te desmayes… El ascensor, dale al botón… Vamos. Así. Entra… Piso… piso… nueve.

En el espejo. Ese soy yo, muerto.

Kepa Hernando

 

22 marzo 2009 Posted by | Cuentos, General | , , | 3 comentarios

El sabio y el pájaro

 

 

Un día, Ibn Yusuf, reconocido erudito y filántropo, y a la sazón el más acaudalado comerciante de la ciudad santa de Damasco, recibió la visita de su viejo amigo Li Po, el viajero. Li Po recorría el mundo en busca de objetos preciosos y excepcionales, y siempre, al pasar por Damasco, acudía en primer lugar a la casa de Ibn Yusuf, pues, además del profundo aprecio y respeto que mutuamente se profesaban, era bien sabido que nadie pagaba más generosamente que él cuando de objetos de particular rareza se trataba.

Cuando Li Po se presentó en el palacio fue recibido con toda la cortesía y el boato de costumbre, e inmediatamente fue conducido a presencia de Ibn Yusuf, quien saludó a su viejo amigo con sincero alborozo. Tras obsequiarle con el pertinente refrigerio y tras interesarse por las circunstancias del viaje, Ibn Yusuf invitó a Li Po a pasar a una estancia privada para hablar de negocios.

 -¿Qué objetos de interés, qué fascinantes prodigios y maravillas me traes esta vez, querido amigo? -preguntó Ibn Yusuf.

-Ha sido el mío, como sabes, un viaje arriesgado y he sufrido incontables penurias, honorable Ibn Yusuf, pero, en parte gracias a la providencia, y en parte gracias a los dones con los que, en mi nacimiento, fui retribuido, en esta ocasión he conseguido hacerme con objetos de lo más singulares. Permíteme que te muestre en primer lugar, amigo mío, unos curiosos cristales unidos mediante un ingenioso artefacto, que permiten ver lo que acontece a muchas leguas de distancia, percibiéndose de tal manera que pareciera que estuviese sucediendo frente a uno.

-Ese es un objeto de gran valor, sin duda. Pero debo comunicarte con pesar que hace un par de lunas pasó por mi casa Hassan Salimy, el turco, con un objeto de similares características a este. Y no sería una manera inteligente de obrar, coincidirás conmigo, pagar dos veces por la misma cosa. No puedo comprártelo -respondió Yusuf.

-Cierto es, mi sabio amigo -repuso, a su vez Li Po, eligiendo cuidadosamente las palabras-. Pero quizá te interese esta otra maravillosa sustancia que te traigo. Se trata de unos finos polvos negros que, al entrar en contacto con el fuego, o al recibir un impacto violento, se inflaman, siendo capaces de obrar asombrosos fenómenos, de provocar súbitos estallidos capaces de quebrar el más grueso de los muros.

-Temo que los años estén mermando tus facultades, amigo mío. ¿Olvidas acaso que ya me vendiste unos polvos con unas propiedades similares a las de éstos en tu anterior visita? Se trata de una sustancia prodigiosa, indudablemente, y me ha sido de una enorme utilidad, pero entenderás que no puedo pagar dos veces por la misma cosa. No puedo comprártelo-, alegó Ibn Yusuf.

Así, Li Po fue mostrándole a Ibn Yusuf los más diversos y peculiares objetos, sin conseguir despertar su interés por ninguno. Finalmente, cuando Ibn Yusuf se disponía a llamar para que retirasen el té, Li Po habló de nuevo.

-Espera, viejo amigo -le espetó Li Po-. Hay algo, un objeto especialmente preciado para mí, del que aún no te he hablado. He dudado en hacerlo porque me ha sido de especial utilidad durante estos últimos años y no era mi intención deshacerme de él por ahora. Sin embargo, nunca hasta el día de hoy he salido de esta casa sin haber conseguido presentarte un objeto que atrajera tu atención, y sería frustrante para mí, además de pésimo para mi reputación como comerciante, que eso sucediese por vez primera. Además, creo que un hombre de tu prestigio y tu sabiduría haría un mejor uso de él que este humilde viajero. No lo he traído conmigo, pues, como ya he dicho, no tenía, en un principio, intención deshacerme de él, pero te diré que en realidad no es un objeto, sino un animal. Un pájaro, más concretamente. Un pájaro cuya apariencia exterior no indica ninguna cualidad particular; un pájaro que podría ser confundido con cualquier otro pájaro común en estas latitudes, pero que es dueño de una cualidad única y extremadamente útil, pues es capaz, con su canto, de prevenir contra las desgracias. Cuando amanece y el pájaro permanece en silencio, es que nada malo va a sucederle a su propietario durante ese día. Pero si a partir de los primeros rayos de sol el pájaro se pone a cantar, es que alguna desgracia o algún peligro le acechan. En ese caso, lo más prudente es cambiar el modo en el que se pensaba proceder y abstenerse de realizar cualquier actividad o de tomar cualquier decisión que pueda comportar algún tipo de riesgo durante esa jornada. Ese animal me ha salvado de un destino funesto en más de una ocasión, y es por ello que me costaría sobremanera desprenderme de él. No obstante, en honor a nuestra vieja amistad, te lo ofrezco a ti, Ibn Yusuf, pues sé que harás un uso sabio y ponderado de él. Eso sí, entenderás que estamos hablando de una mercancía especialmente valiosa, y que sería una necedad desprenderme de él de no ser por un precio justo.

Siendo Ibn Yusuf el hombre más rico de la ciudad, no tardaron en sellar el trato por una cantidad que, aun sin mermar seriamente su patrimonio, permitiría a Li Po vivir holgadamente durante el resto de su vida. Li Po se despidió agradecido, asegurando que esa misma tarde mandaría a un sirviente suyo con el preciado animal. Cuando éste llegó, Ibn Yusuf pudo comprobar que el pájaro, aun siendo de una belleza armoniosa y discreta, no aparentaba ninguna cualidad particular. Sin embargo, nunca hasta el día de hoy había tenido necesidad de dudar de la palabra de Li Po, así que mandó colocar la jaula del pájaro en sus aposentos. Durante toda esa noche el pájaro permaneció en silencio.

A la mañana siguiente, cuando Ibn Yusuf, tras hacerse vestir, se disponía a abandonar su dormitorio, el pájaro cantó. A Ibn Yusuf se le congeló la sangre. No obstante era un hombre de naturaleza decidida, y a pesar de ser una persona piadosa era poco dado a creer en supersticiones y supercherías, así que decidió conducirse con especial prudencia pero sin abandonar sus proyectos para ese día. Ordenó que se doblase la guardia en palacio, escogió a los mejores de entre sus soldados para integrar su escolta personal, dispuso que los niños permaneciesen encerrados junto a las mujeres en el harén, y salió de palacio rodeado por su séquito en dirección a la mezquita para el rezo del mediodía. A la altura de la puerta oeste del zoco, un hombre embozado y vestido de negro se abalanzó sobre su palanquín blandiendo una cimitarra, pero fue abatido por sus guardias antes de que pudiera alcanzarle. Alarmado, Ibn Yusuf ordenó a sus hombres dar la vuelta y regresar a palacio, no sin antes llevarse el cadáver del atacante. Sin embargo, éste había sido tratado con especial saña por los guardias y no portaba ningún distintivo o símbolo especial, así que resultó imposible identificarlo. Ibn Yusuf regresó esa noche a su dormitorio mirando al pájaro con otros ojos.

Por la mañana, tras permanecer toda la noche en silencio, cuando Ibn Yusuf salía por la puerta de su dormitorio, el pájaro volvió a cantar. Ibn Yusuf decidió que ese día no sería prudente abandonar la seguridad del palacio. Tomó mayores precauciones si cabe que el día anterior, y ordenó al jefe de la guardia iniciar una investigación sobre el posible instigador de su intento de asesinato. Dedicó el resto del día a sus estudios y delegó los asuntos comerciales más importantes en sus sirvientes de confianza. Todo transcurrió con absoluta normalidad. Esa noche Ibn Yusuf se dijo que había actuado bien.

Pero a la mañana siguiente el pájaro volvió a cantar. Ibn Yusuf pensó que quizá el pájaro le estaba avisando de un peligro latente, de algún plan que se estuviera urdiendo contra él. Resolvió que ese día tampoco saldría de palacio. A la hora del almuerzo, se sentó junto a su catador y se hizo servir los alimentos. Iba a comenzar a comer cuando su catador empezó a sentirse indispuesto. Cayó al suelo entre convulsiones y murió antes de que el médico pudiera certificar su envenenamiento. Una de las cocineras declaró haber visto esa mañana en la cocina a Maysoon, la más joven de sus esposas, merodeando entre los alimentos. Ésta, a su vez, no resistió mucho tiempo antes de confesar su crimen. Ibn Yusuf, devastado por el dolor, la mandó ejecutar sin tardanza. Esa noche alimentó personalmente al pájaro.

Y a la mañana siguiente el pájaro cantó de nuevo. Ibn Yusuf mandó que las mujeres fueran trasladas a otro palacio menor, alejado de la ciudad, y despidió a los sirvientes más recientes y a aquellos sobre los que albergaba ciertas dudas. Nada relevante aconteció, y, sin embargo, a la mañana siguiente el pájaro volvió a cantar. No sabiendo si era mejor despedir a su guardia o tenerla a su lado, por temor a una traición, decidió no salir de sus aposentos más que para lo indispensable. Sin embargo, cada vez que se disponía a salir por la puerta, el pájaro volvía a cantar. Mandó retirarse a sus sirvientes personales y decidió quedarse a solas con el pájaro. Al parecer, mientras no saliera de su dormitorio, nada malo podría sucederle. Los días se sucedieron e Ibn Yusuf comenzó a perder lentamente la cordura. Transmitía las órdenes a través de la puerta, pedía cosas sin sentido, ordenaba ejecuciones arbitrarias que por fortuna no eran llevadas a cabo. Sus negocios se arruinaban. Finalmente, cuando los últimos sirvientes se fueron, abandonando a su amo a su suerte, sin agua ni comida, la voz de Ibn Yusuf y el canto ocasional del pájaro se fueron haciendo cada vez más débiles, hasta que cesaron para siempre.

A pesar de todo, Ibn Yusuf había sido un hombre notable y respetado, y aún le quedaban amigos en Damasco. Además, alguna de sus esposas le guardaba todavía un sincero afecto, por lo que su funeral fue celebrado con la debida dignidad. Su cuerpo fue bañado y amortajado, y su féretro colocado enfrente de la Qibla, orientado a la Meca, en el lugar más sagrado de la mezquita. Entre los asistentes más preeminentes a su funeral se encontraba Li Po. Durante el tiempo que había transcurrido desde su último encuentro con Ibn Yusuf, su situación había cambiado enormemente. Había abandonado su vida nómada, se había asentado en la ciudad y, en parte gracias al dinero de Ibn Yusuf, había iniciado negocios que habían resultado ser extraordinariamente rentables, hasta tal punto que ahora era uno de los hombres más ricos de la ciudad. Sabedores de la gran estima en que su amo tenía a Li Po, y como la amistad que se profesaron fuera de todos conocida, los sirvientes se retiraron para permitirle velar el cadáver en la intimidad. Cuando Li Po se quedó sólo, como no hubiera nadie que pudiera oírle, comenzó a hablar en voz alta:

-Esta vez no ha transcurrido demasiado tiempo desde nuestro último encuentro, viejo amigo, sin embargo sí que han sucedido muchas cosas, ¿verdad? Como podrás ver, me ha ido bastante bien últimamente. Con el dinero que me pagaste a cambio del pájaro pude, no sólo pagar las numerosas deudas que me acuciaban, sino también  al pobre infeliz que trató de asesinarte y asegurar que a su familia nunca más le falte el sustento, y aun me alcanzó para establecerme en la ciudad y emprender más de un próspero negocio. Sí, mi estimado Ibn Yusuf, fui yo quien dio la orden de atentar contra tu persona, aunque me aseguré desde el principio de que el pobre diablo no tuviese posibilidad alguna. En cambio, nada tuve que ver en el intento de envenenamiento por parte de tu joven esposa Maysoon. Eso fue un providencial golpe de suerte, nada más. Después, y aprovechando tu voluntario encierro, no me fue difícil ir apropiándome poco a poco de tus clientes, tus proveedores y tus negocios a través de terceras personas de mi confianza, sin que nadie fuese capaz de advertirlo ni, evidentemente, de advertirte a ti. Parece que al final sí tuviste que pagar dos veces por la misma cosa, amigo mío.

-Que tu Dios tenga misericordia de ti -prosiguió, como señal de respeto hacia el credo de Ibn Yusuf- y te salve del castigo de la tumba. Que tus pecados sean perdonados y tus buenas obras multiplicadas. Que te sea concedido el indulto y se haga de tu tumba un refugio feliz. Que te sea permitido el ingreso a vuestro divino paraíso. Adiós, viejo amigo.

Antes de irse, preguntó a uno de los sirvientes de confianza de Ibn Yusuf qué habían hecho con el pájaro. Ante su sorpresa, este le respondió que el pájaro había conseguido sobrevivir. Al parecer, y hasta el último día, Ibn Yusuf había seguido dándole de beber gracias al rocío de la mañana, y había logrado alimentarlo con pequeños insectos y semillas del árbol situado al pie de su ventana. Li Po preguntó si le sería posible conservar el pequeño pájaro como recuerdo de su viejo amigo. El sirviente no puso ninguna objeción. Cuando Li Po se disponía a salir de la mezquita, el sirviente le alcanzó y dijo:

-¿Puedo hacerle una pregunta, mi señor?

-Por supuesto, -respondió Li Po.

-Me gustaría saber qué es lo que tiene de especial ese pájaro, señor.

-¿Qué tiene de especial? Nada, absolutamente nada -respondió Li Po-. Bueno, en realidad esa especie de pájaro sí que tiene una característica bastante peculiar. Los pobrecitos detestan quedarse solos.

Pedro Hernando

 

 

15 marzo 2009 Posted by | Cuentos, General | , , | 8 comentarios